CONTRA EL RACISMO Y LA XENOFOBIA: DERECHOS HUMANOS


Concurso de relatos para jóvenes escritores-as


Queremos anunciaros que la ganadora del VI Concurso de Relatos Cortos contra el Racismo y la Xenofobia es PILAR GONZÁLEZ V. que ha escrito un relato titulado "ZAPATERO O CIRUJANO" . Enhorabuena.

 

Aprovechamos para felicitar y agradecer vuestros relatos al resto de participantes. Esperamos seguir recibiendo vuestros relatos en próximas ediciones y os pedimos que no dejéis de escribir porque lo hacéis muy bien y tenéis que sentir mucho orgullo por lo que habéis hecho y el gran corazón que tenéis.

 

La entrega del premio tuvo lugar el pasado viernes 13 de diciembre en el Centro Multifuncional La Rambla de Coslada,  después de la obra MICRO RACISMOS - World Series de nuestro Taller de Teatro Social.

 

Aquí tenéis el relato, esperamos que lo disfrutéis:

 

 Zapatero o cirujano (Relato ganador 2019)  - Autora: Pilar González Vera

 

Desde pequeñita siempre me ha gustado acompañar a mi abuelo en su tiendecita, muy cerca de la Plaza Mayor, donde arregla zapatos. Se le encienden los ojos cuando me ve llegar con mi mochila a la espalda al salir del colegio.

 

Me encanta pasar allí las tardes con él rodeada del olor a betún, a caucho y pegamento que desprende aquella habitación. Mi abuelito tiene preparados todos los días un bocadillo envuelto en papel de periódico, son las meriendas más ricas del mundo. Al llegar me abrazo a su cuello y me cuelgo sobre él dejando volar mis piernas al aire, todos los días le doy ese gran abrazo y un beso enorme en su cara.

 

- ¡Hoy pinchas, abuelo, no te has afeitado! -suelo decirle - ¡qué guapo estás!

 

- Anda, no seas zalamera, coge tu bocadillo y sal a la puerta a comértelo, -me contesta- suéltame que te vas a manchar.

 

Y yo salgo a comerme, sentada en un banco de piedra, aquel bocadillo, viendo pasar a la gente.

 

Mi abuelo es el más listo de todos los abuelos del mundo, tan sólo con mirar los zapatos de sus clientes o de los que pasan por delante de su tienda, puede decirte muchas cosas de la persona que lo calza, reconoce al que es arrogante, o al simpático, al amable, al inseguro, e incluso distingue si alguien es extrovertido o algo retraído. Es increíble como con tan solo ver el tipo de zapatos y el uso que con el tiempo les han dado, observando la forma de pisar, pueden saberse tantas cosas. Mi abuelo me enseña tanto, que con él aprendo mucho.

 

- Cuando nos cambiamos de zapatos, se altera nuestra perspectiva de la vida, -me explica- modificamos nuestros sueños, el enfoque de nuestro camino a seguir. Podemos ayudar a muchas personas ofreciéndoles el zapato que les puede venir bien. Incluso tú misma, niñita mía –me cuenta- puedes, cambiando tus zapatos alterar tu rumbo si así lo deseas.

 

 Ahora creo que, hasta el mismísimo príncipe de Cenicienta, supo a quién pertenecía su zapato, porque en él pudo ver la dulzura y la sencillez de su princesa.

 

Yo le escucho todas sus enseñanzas, y aunque hay veces que no entiendo muy bien lo que quiere transmitirme, siempre pongo mucho interés.

 

- Ser zapatero es mucho más difícil que ser médico cirujano -bromea a veces- y tú de mayor, tienes que ser médico.

 

No le entiendo porque dice eso, pero algún día se lo preguntaré.

 

- Cambia tus zapatos para verte a ti misma de manera diferente y métete en los zapatos de otro para ver el mundo desde otra posición -me dice muchas veces- pues solo situándote en el sitio de tu prójimo, podrás entenderle y así ayudarle.

 

Yo, que me tomo sus enseñanzas casi al pie de la letra, cuando llego a casa, eso es lo que hago, me subo a los tacones de mamá, me encanta mirar el mundo desde allí arriba, me siento importante tan alta, juego a ser una jovencita atractiva o una gran directiva de una empresa, otras veces, me pongo los zapatos enormes de papá, son tan grandes que con cada paso que doy, parece que puedo recorrer kilómetros.

 

Todo lo que él sabe, me ha dicho que se lo había enseñado D. Tomás, un hombre al que no conozco, pero del que siempre he oído hablar con mucho respeto.

 

Ayer, como todos los días, fui a la zapatería de mi abuelo a la salida del colegio. Esa tarde, estaba lloviendo, así que no pude salir a la calle a comerme el bocadillo. En la tienda entró un hombre de ojos grandes. Creo que ha sido la primera vez que mi abuelo se fijó en los ojos de un cliente en lugar de en sus zapatos. En sus pies no tenía más que unos calcetines viejos, rotos y sucios. Llovía en Madrid, incluso caían algunos copos de nieve, el frío era intenso y he notado un semblante triste en la cara de mi abuelo.

 

Cuando se fue el hombre de ojos grandes, mi abuelo me ha mirado y ha querido abrirme su corazón. Me ha contado muchas cosas de su vida, algunas no las he entendido bien, pero he notado en su cara una sensibilidad y una nostalgia que no había detectado otros días. Me ha explicado que cuando él llegó de su país, desembarcó con una mano delante y otra detrás. Esto me ha preocupado mucho y me he pasado toda la tarde mirando sus brazos, pues, aunque nunca le he notado nada raro en sus manos, he llegado incluso a pensar que los abrazos que le doy pueden hacerle daño por la posición que me ha dicho de sus manos (¿una mano delante y otra detrás?). Estaba yo tan triste, pensando que puedo hacerle daño, que mi abuelito me lo ha notado y le que tenido que decir lo que me pasaba. Él me ha dado un beso enorme y me ha dicho:

 

– ¡Qué va hija!, todo lo contrario, tus abrazos son lo que mejor me viene a mí.

 

Hoy también me ha contado que cuando vino, llegó casi sin dinero y entonces conoció a D. Tomás (el famoso D. Tomás, del que tantas veces he oído hablar). Este señor, le cobijó y le enseñó su oficio de zapatero. El primer día, D. Tomás le hizo un regalo: un par de zapatos, según mi abuelo, el mejor regalo posible. Y desde aquel día, mi abuelo, que era un crio -ha dicho- le ayudaba a D. Tomás en el oficio de zapatero.

 

Hoy al entrar esta persona en su tienda, le ha recordado su llegada a esta enorme ciudad, en la que la gente va corriendo, sin mirar a su alrededor, todo el mundo ensimismado en sus cosas, y sin preocuparse de mirar a su compañero de paseo.

 

Mi abuelo, le ha dado a ese hombre sin zapatos, la taza de caldo calentito que había traído en un termo y le ha comprado un bocadillo en el bar de al lado, y como había hecho D. Tomás hace años, le ha regalado unos zapatos, cómodos y confortables.

 

El señor de ojos grandes no paraba de hablar en un idioma que yo no entendía y hacía muchas reverencias a mi abuelo, parecía que le estaba dando las gracias. Es como si con ese gesto sencillo y bondadoso de mi abuelo, esa persona desconocida hasta entonces para nosotros haya conseguido vencer al mal que le acompañaba y le ha inyectado fuerza para empezar una nueva vida.

 

El abuelo me ha explicado, que cuando estás descalzo rodeado de gente con zapatos, uno se siente despojado de todo, es como si fueras una mota de polvo en el aire, el mundo pasa a tu lado como si no te viera, y el que te ve, se aleja de ti.

 

Cuando se fue, le conté que hoy en el colegio, ha llegado un niño nuevo. Ha sido muy extraño. Los niños de mi clase se han puesto muy revoltosos, tanto, que la profe nos ha tenido que mandar callar, se ha puesto nerviosa, y ha dicho:

 

- ¡Basta ya de “racimos”!

 

- Yo, abuelo, no sé porque ha dicho eso de los “racimos”.

 

- ¿Racimos? ¿será racismos?

 

- Ay, abuelo, sí, creo que ha dicho racismos, pero se habrá equivocado, esa palabra no existe ¿no?

 

- A ver, hijita, ¿cómo era ese niño?

 

Al abuelo, le he explicado, que es un niño muy guapo, con unos labios bien dibujados, unos ojos enormes, penetrantes, negros como el azabache sobre un blanco brillante; siempre está sonriente. Abuelo, ese niño es como tú, como el joven que hoy ha llegado sin zapatos.

 

Mi abuelo ha sonreído - ¿Es muy guapo?, ¿cómo tú?

 

- No abuelo, es como tú, no es cómo yo.

 

- Cielo ¿cómo te llaman en el colegio?

 

Le he recordado que, en el colegio, me llaman “Café con leche”.

 

- Y ¿por qué te llaman así?

 

- Ay abuelo, ¿y eso que importa?, pues supongo que, porque soy muy buena, y me porto muy bien. Mamá siempre dice que el café con leche está muy rico, y es muy bueno. Así que, si me llaman así, será por eso.

 

El abuelo se sonríe, aunque no sé bien por qué.

 

- Así que el niño que ha llegado a clase es negro, como yo.

 

- ¿Negro?, sí abuelo es como tú, muy guapo, y me he fijado en sus zapatos.

 

Su pisada transmitía tranquilidad y bondad, pasión por la vida. No es arrogante, pero sí amable y sensible. Ahora, ya sé mucho de las personas viendo sus zapatos, así que de mayor quiero ser zapatero, así ayudaré a los que no tengan zapatos, regalándoles un par de ellos bien buenos y bien cómodos. Porque abuelo, esos pequeños detalles cotidianos, esas pequeñas acciones entre la gente corriente, tú me has enseñado que son las que nos hacen felices.

 

Pero el abuelo me insiste, sonriendo de nuevo, que es mejor sea médico cirujano y hoy me explica el motivo.

 

- Los cirujanos no hacen distinciones con su trabajo, los tratamientos son iguales para los simpáticos y los antipáticos, para los guapos y los feos, los listos y los torpes, los modernos y los tradicionales; para ellos, los médicos, todos somos iguales, nadie tiene más glóbulos rojos, ni menos, ni por su condición social, ni por su raza, ni su carácter, ni su ideología, todos necesitan la misma cantidad de sangre, de anestesia, el ecocardiograma funciona siempre igual. El cirujano, cuando entra en el quirófano, se lava las manos, se pone una bata y se cubre sus zapatos con unas calzas, así como si de un cambio de zapatos se tratara, cambiando toda perspectiva. En la camilla del quirófano, estará el paciente sin ropa ni zapatos, porque hijita, da igual que seamos blancos o negros, altos o bajos, indios, chinos, cristianos, mahometanos, judíos, árabes … ¡todos, todos, somos iguales!